Cae el Telón – Parte 1

I. EL AUTO APARCADO

Las torpes banquetas, agrietadas y abultadas como un volcán, hacían que tropezara. Regresaba cabizbajo del trabajo, con el mismo reloj que me dio mi papá al cumplir dieciocho; tal vez incluso con el mismo sentimiento que él tenía a los cincuenta y tantos respecto a la vida. A unos treinta metros de mi casa levanté la mirada y vi tu auto estacionado. El plateado automóvil estaba aparcado frente a mi barandal y supe enseguida que me estabas esperando, puesto que era evidente que la electricidad no circulaba por sus faros ni por su interior, ni tampoco salían despedidos los gases grises a través del tubo de escape.

Después de tantos días, por fin viniste a verme —repliqué ante el aire, exhalando mi cansancio.

Dentro de mí comenzaron a encenderse todas las luces. Primeramente, mi corazón se levantó de un brinco y encendió la lámpara de su buró, alumbrando los pulmones con una luz amarillenta y opaca. Después de abandonar su aturdimiento, jaló de la cadena que viajaba por mi garganta, aferrándose a la úvula. Desde atrás de mis dientes se escapó un grito que sonaba como sirena de bomberos; con ese estridente retumbar provoqué que todo mi cuerpo vibrara, permitiendo que más órganos despertaran y encendieran sus luces.

Mi estómago hizo brotar mariposas una vez que también despertó. Eran abundantes y coloridas, y subían hasta mi garganta en un reflujo; parecían emigrar como en otoño. Mi paladar saboreó los colores de aquellos hermosos seres voladores: azules, morados y naranjas —esos fueron los que alcancé a distinguir.

Mi cerebro, la masa rosada y gelatinosa, despertaba desde la parte posterior hacia la frontal, siguiendo un recorrido que se asemejaba al de un laberinto. Su luz avanzaba pasillo tras pasillo y cada vez se iluminaba con más fuerza; sentía que avanzaba tan rápido que no podía controlarla. La luz necesitaba desesperadamente una salida y, como electricidad buscando tierra, aterrizó en mis globos oculares. La oscuridad en mis ojos y la mirada triste que cargaba, de repente, abrieron paso a los rayos que provenían de lo más íntimo de mi ser al ver aquel auto plateado aparcado frente a mi barandal.

—Es igual a como lo recordaba —exclamé, esta vez con mejor ánimo.

Me recargué sobre la ventana y miré hacia el interior, apreciando el tablero y el volante. Moví la mirada para concentrarme en los asientos, donde iría yo… contigo… e imaginé que, cuando mis manos se posaran sobre su cuero, sería absorbido por mi mente y transportado a múltiples recuerdos.

Estaba seguro de que, al tocarlos, el primer recuerdo nos mostraría afuera de un Seven Eleven, recostados sobre los asientos después de haberlos inclinado a casi ciento ochenta grados y reproduciendo algo de Guns N’ Roses o Kiss por los altavoces. En ese recuerdo, giraría mi cabeza hacia ti y te observaría moviendo la boca y jugando con mis manos; tu cabello caería sobre los laterales de tu rostro, tan liso y radiante, y pensaría en que aquella actividad nos hacía cómplices, pues nos escondíamos del mundo para estar un rato a solas.

Esta serie de imágenes, tan vivaces, me habría apretado fuertemente el corazón si no me hubieras estado esperando dentro de la casa. Si hubiese querido, habría continuado recordando hasta ver la secuencia de fotogramas en la que nos besábamos antes de salir del auto, justo antes de que tus padres nos vieran, o justo antes de despedirnos cuando me llevabas a casa.

Pude haber ido más allá, sin duda, si dejaba libre mi imaginación, pues dentro de aquel auto seguía presente tu aroma, y eso me transportaría a las primeras veces que aprecié tu perfume; específicamente, a las cenas familiares en las que te abrazaba y me proclamaba como tu novio. De aquellas cenas —que luego serían testigos de caras alargadas y desconocidas— recuerdo perfectamente la mirada de tu madre: nos veía con una mezcla de admiración y asombro, pues no creía que su hija mayor estuviese enamorada. A la vez, se apenaba ante la encantadora escena, provocándole gestos y sonrisas que le marcaban los hoyuelos.

Vuelvo a mencionarlo: el hecho de pensar que esas actividades no volviesen a ocurrir me habría roto el corazón en mil pedazos. Habrían hecho brotar cientos de mis lágrimas, de donde centelleaba la ilusión en aquel momento. Si eso fuese verdad, estas mismas lágrimas no habrían perdonado el lugar en donde más adelante me encontrara: aparecerían en mi trabajo, se precipitarían al borde de mis ojos en el transporte público, o incluso frente a una terapeuta a quien le contara sobre ti.

Quién sabe si habría sido capaz de retener esas lágrimas, pero eso no importaba, porque aquel día estabas ahí.

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II. EL FANTASMA

Abrí la puerta —la misma que te mencioné que cruzamos tantas veces y que quedó perdida en la oscuridad— y entonces escuché la voz de mi mamá en la cocina. Había una segunda voz que se mezclaba con la suya, y estaba seguro de que era la tuya. Quedé boquiabierto al verte sentada nuevamente en el comedor, y fue aún mayor mi impresión cuando volteaste, provocando un oleaje con tus cabellos; quedé hechizado por su brillaje. Tus mejillas se tensaron hacia arriba, haciendo que tus labios dibujaran una sonrisa y mostraran los dientes y las encías, mientras que tus ojos juguetones me buscaban la mirada, enchinándose de felicidad. Sentí un estremecimiento agradable al pensar en volverme a reflejar en ellos: el escalofrío comenzó en mis talones y terminó sacudiéndome los hombros.

Entonces recorriste hacia atrás la silla en la que te posabas con delicadeza, evitando un rechinido y cualquier torpeza, y, una vez de pie, extendiste ambos brazos hacia mí y esperaste que avanzara en tu dirección. Tus dedos se recogían para formar dos puños y luego se abrían de nuevo como una mariposa; podría decir que aleteaban, pero sería más exacto decir que parpadeaban. Fue ahí cuando reaccioné de la forma que esperabas: mi cuerpo, encendido, corrió hacia ti, también con los brazos abiertos, y me desprendí del cargamento que llevaba en el hombro, dejando arrumbadas la mochila, el termo y mis libros frente al televisor. Todo quedó en el suelo mientras me aproximaba a ti para estrujarte con un fuerte abrazo.

Al sentirte cerca, cerré los ojos y mis brazos pasaron alrededor de tu cuello, dispuestos a envolverte como una serpiente y apretarte con la fuerza de mi alma. Pero mis manos chocaron entre sí con brusquedad; tu cuerpo ya no se encontraba allí. Me miré, extrañado y desconcertado, y seguidamente escuché tu risa en el pasillo.

—¡Qué tonto! —exclamé—. No estabas en el comedor. Era obvio que irías directo a mi cuarto para buscar a quienes habías extrañado tanto; a quienes me pediste cuidar esa vez en que ahogabas las lágrimas y el llanto detrás de una seriedad profunda.

Retomé la sonrisa y mis mejillas se ruborizaron por tal muestra de afecto hacia mis pequeños. Emprendí la marcha doblando hacia la izquierda, apresurándome por el corredor que daba a mi cuarto. Fui tras de ti, dispuesto a encontrarte. Al escuchar tu risa sentí que la espera había valido la pena; no había nada que me recobrara el ánimo, excepto las melodías que procedían de tu habla.

Nst, nst, nst, nst —chisté con los dientes, sabiendo que eso, para nosotros, era un precedente a un beso. Tal vez no me escuchaste, porque de haberlo hecho habrías llegado enseguida, como lo habría hecho yo.

Apreté el paso y logré ver, al final del pasillo, la puerta de mi habitación entreabierta que, a través de la rejilla, despedía una luminosidad que ninguna bombilla puede dar. Era tan deslumbrante la luz que tuve que entornar los ojos. Juraría que el cuarto se iluminó en su totalidad. Esa fue la razón por la que descubrí tu escondite y, con firmeza, aseguré que mis gatos te ronroneaban, sin haberlos visto ni escuchado, porque también te extrañaban.

Me aproximé con largos pasos y el corazón acelerado —el tiempo no daba crédito a lo rápido que bombeaba—, y cuando me acerqué un poco más y quedé bajo el marco de la puerta, me pregunté si el mundo se detendría de nuevo. La cerré dando un portazo cuyo eco retumbó por las paredes de forma alegre y violenta y, al cerrarla como un libro, la magia se esfumó y quedé a oscuras. Sentí las partículas de luz desvanecerse ante mí, en el aire, frente a mi cara, que aún sostenía la sonrisa.

Las expresiones que marcaban mis cejas demostraban mi desconcierto. Sentí que una ola gigantesca de llanto subía hasta mis ojos, queriendo escapar, pero me contuve con la esperanza de que estuvieras en el patio trasero. Lo descarté de inmediato después de mirarlo. También repasé mi armario —que se encontraba al lado contrario— con curiosidad y tampoco te vi allí; mucho menos mi cama daba señales de tu llegada: seguía tendida, con las almohadas apiladas como suelo dejarlas al salir por las mañanas, desde que me enseñaste esa y otras actividades.

Mis gatos me miraron con profunda tristeza y fue ahí cuando no pude evitar la torrencial lloradera. Llevé las manos a la cara y dejé que el cuerpo cayera sobre mis rodillas; me desvanecí hasta que la frente rozó los mosaicos fríos del suelo. Estaba encorvado, gimiendo y sollozando, por lo que los gatos, alertados, caminaron hacia mí con pasos diminutos, tallándose contra mis extremidades mientras trataban de encender nuevamente la luz de mis entrañas. Emitían sonidos guturales, moviendo los músculos de la laringe, pero yo berreaba desconsolado por no tenerte.

—Falsa alarma, señores —dijo mi corazón con un megáfono imaginario, anunciando un día más que pasaba con ilusiones que se quebraban al entrar a la habitación. Los órganos atendieron su llamado con ceños fruncidos y arrastrando sus cuerpos, y entonces habló nuevamente—: Vamos a dormir, ¡mañana hay que despertar temprano!

Todos apagaron la luz, y el silencio progresivo que despedía mi cuerpo se mezclaba con la penumbra que albergaba la habitación. «Tu fantasma me engañó otra vez —fue lo poco que articulé; todo lo demás fue llanto». En esa posición me sentí expuesto a un recinto que me observaba en silencio y que contemplaba mi locura y mi dolor. Los surcos que se marcaban en mis mejillas les erizaban el pelaje y, a la vez, los conmovían; lo sabía porque lo sentía en sus miradas pesadas de felino.

No tengo idea de cuánto tiempo estuve en el suelo hasta que mis párpados comenzaron a bloquear la vista, señalando la finalización del día. Los gatos continuaron sus movimientos elegantes junto a mí: irguiendo la cola y esperando una caricia; y fue así como me dormí, ante la oscuridad y ante los ronroneos impacientes que invocaban mi salvación.

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III. TU CARTA

Los sollozos, que comenzaron después de que mi garganta no soportó más los nudos que se formaban en ella, me despertaron y enseguida me preocuparon, pues no quería que nadie se enterara de mi pena. Por momentos me faltaba el aire, debido a la mala práctica provocada por la posición en la que estaba. Inmerso en una depresión total, trataba de engañarme con recuerdos y promesas que nunca ocurrirían; «un día vendrás a buscarme», pensaba, y mis lamentos se incrementaban.

Mi cansancio llegó a un punto en el que no distinguía la verdad de la mentira. Fue ahí cuando un recuerdo real atravesó mi subconsciente, mientras yo dedicaba todo mi empeño a que mi cuerpo dejara de temblar. Fue tu carta la que vino a mi conciencia y, no solo eso, claramente te escuché recitarla con la suavidad de tu voz, muy cerca de mi oreja.

Al escuchar la primera oración —«Te conocí un día cualquiera»— mis pensamientos automáticos frenaron y me permitieron un descenso momentáneo del llanto. ¡Cuánta verdad tenías ahí! No había nada diferente ni algo rescatable aquel día, nada que me resultara fuera de rutina; por lo que continué mi existencia bajo la felicidad e ignorancia que me proporcionó aquella tarde. El momento en que mis emociones cambiaron y se tornaron intensas fue hasta que el crepúsculo amenazó al día.

Aquel viernes me sentía lo suficientemente inspirado para emprender una caminata, pero la lluvia había dejado las calles llenas de charcos; temiendo la salpicadura de algún automóvil, decidí tomar el transporte y fue en la fila de este donde te conocí. Tu atención completa la absorbía tu teléfono, por lo que pensé en no molestarte, pero no haberlo hecho me habría carcomido por dentro si cada segundo que pasaba a tu lado hubiese sido en silencio. También pensé que el atrevimiento de hablarte podría verse frustrado si estuvieses conversando con tu novio: si hubieras recibido una llamada, me habría confirmado aquello que pensaba y casi aseguraba. No permití que esos pensamientos tomaran el control de mi cuerpo y, como recordarás, pocos segundos después adulé tu belleza.

Por lo tanto, me pareció muy acertada tu primera afirmación: ese treinta de mayo había sido un día cualquiera, en el que ninguno de los dos esperaba el amor.

—Fue algo espontáneo, inesperado y muy encantador —continuabas, y tus palabras recorrían mi piel, erizándola poco a poco. Tus oraciones se asemejaban a las mías —en los versos que te escribí— y eso me hacía pensar algo más: algo que no podía describir y que me causaba incomodidad. Estaba tan claro para mí: compartíamos algo más, algo que ni tú ni yo podíamos manipular; algo inamovible e irrevocable que tal vez fue el culpable de nuestro deceso. Este pensamiento se encendió en mí como una chispa, pero aún necesitaba revolverlo un poco más en mi cabeza.

Entre líneas podía entender tu febril sentimiento: era tan puro, intenso y honesto que supe entonces que tenías la facilidad de expresarte de manera natural sobre lo que sentías por mí, sin miedo a la vergüenza o a algún tipo de remordimiento.

Continuaste con tu cálido susurro:

—Se sintió como si todo hubiera cobrado vida.

Todo encajó y por fin tuvo sentido.

Quien diría que aquel hombre alto,

eléctrico y dramáticamente atractivo

se convertiría en mi pareja;

mi mayor inspiración para mis cartas y poemas.

Leía y releía esas líneas cuando recién me entregaste la carta; causabas en mí estremecimientos inhumanos con tu profunda admiración y me hacías pensar que no querrías a nadie como a mí. Me atormentaba el hecho de no estar listo para ser tu pareja al voltear a ver a cinco años atrás, en mi última relación, causándome vuelcos en el estómago; pero, aceptando el honor que me concedías, la felicidad se aproximaba y mi nerviosismo —que provenía de cada rincón de los aposentos en donde entonces leía la carta— se disipaba.

Para mí también tuvo un sentido diferente la vida después de conocerte, y me entregué a los más dulces placeres que podría haber experimentado; abandonando por completo la idea de algo pasajero y abriendo paso a la transparencia de convertirme en tuyo. Absolutamente tuyo.

Agradecido por tu maravilloso arte, tan benevolente y lleno de cariño, pude respirar un poco y permitirme disfrutar de lo que restaba del poema, en el cual no había alusión a nuestro final.

Te veo en las nubes arreboladas,

en las canciones que escucho

y en los sueños que nunca cuento.

Con todo mi amor.

¡Dios, cómo esa penúltima frase sumergió mis sentidos en un suspiro! Me hiciste sentir tanto que solté una risa nasal por la alegría. Me gustaba imaginar lo que soñabas y lo que fantaseabas conmigo; me intrigaba saberlo, pero disfrutaba mucho más que fuera un secreto.

Deseé que continuaras sabiendo que esa era la última estrofa; quería seguir rebuscando en ella como si fuera un libro. No hubo cabida para más desesperación, pero enseguida anhelé que tus pensamientos consiguieran materializarse una vez más de esta manera tan hermosa y que los poemas, y los sencillos y humildes versos de tu parte, siguieran llegando a mis manos. Pero me atormentó el hecho de que, cuando volvieras a escribirlos, ya no fueran para mí: las impresiones que tuvieras sobre la vida y el amor ya no serían inspiradas por mi ser.

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IV. LOS TRAZOS

Algunas formas de recordarte se encontraban guardadas en una caja que estaba a unos cuantos metros de mí. Extendí mi brazo derecho para alcanzarla, sin voltear a verla, tanteando con los ojos cerrados, pero deseaba no tocarla. Quería romper las fotos que se encontraban dentro, también la carta y, a su vez, el dibujo que me entregaste junto a ella; pero no me atrevía a hacerlo, pues eso significaba dejar a atrás la posibilidad de volver.

Los trazos que habías hecho salieron de la caja, empujando poco a poco su cobertura, dejando una ranura por donde se deslizaron hasta caer al suelo con un golpe sordo. Se arrastraron hacia mí y enseguida se introdujeron en mi cabeza: pasaron alrededor de mi cuello, subieron hasta las orejas y se perdieron dentro de ellas. Entonces recordé cómo esos trazos se elevaban en troncos gigantes y cómo, en sus copas, vislumbraba la luz del día.

Supuse que, cuando los dibujaste, adivinaste lo que me gustaba, pues no recuerdo haberte confesado mi gusto por la naturaleza; aunque también supongo que mis ojos me delataban en los caminos verdes que atravesábamos. De hecho, cuando me encontraba alegre, las plazas de mi localidad me enseñaban la dicha de existir: no había nada mejor que observar en sus pastos el amor por mi tierra. Cuántas generaciones no habrían pisado aquel lugar, pensaba, y todas esas interacciones, de alguna forma, se quedaron guardadas para siempre en sus raíces. Imaginaba que aquellos lugares me sonreían y me adoctrinaban con el amor de una madre y con todo su conocimiento; podía pasar día tras día por esos mismos lugares con tal de saludarlos con la mirada y, si yo te hablara de sus colores cuando florecían por la lluvia, tendría que soportar la saliva que me inundara la boca, y tú podrías apreciar mis pupilas dilatadas. Cuando llueve y los árboles y el césped enverdecen, siento que mi existencia es infinita y finita a la vez, como si solo existiera en ese momento.

Cuando mi conciencia me traicione y ya no gire como las manecillas de un reloj, mis caminatas ya no tendrán sentido; no iré a ningún lugar con seguridad. Cuando ya no me quede nada, tal vez podría dejar mi timidez y dejar de pensar en lo que los demás opinan sobre mí, y convertirme en parte de la naturaleza y en uno más de tus trazos. Me gustaría que me inmortalizaras jugando con la hierba, como el niño que llevo dentro y que se hace realidad al pensar en tu adiós. Me gustaría vivir para siempre recostado en las raíces, sentir que me abrazan y, aunque un aguacero se aproxime, desearía sentir el inicio de su tormenta con el fresco rocío sobre las mejillas.

Cuando tu última habilidad me fue revelada como muestra de afecto, te imaginé clavando tu mano firme sobre el lienzo mientras las minas de los colores escurrían por todo lo que antes era blanco; aquella imaginación desbordada me consumía y te veía en un pequeño escritorio, con una lámpara de noche, el día anterior a entregármelo, mientras tu hermana yacía tumbada en su lecho. Tú, como un escritor compulsivo, no apartabas la mano de esa obra, llena de garabatos y trazos que aún no tenían sentido. Te desvelabas por amor, tratando de hacer algo que no habías hecho por nadie más. Y, cuando terminaste, la satisfacción fue enorme: casi soltaste un grito de felicidad, pero lo ahogaste llevándote ambas manos a la boca.

Al final, te debatías sobre la idea de pintar encima de esa obra algo más; pasabas la mano sobre los bolígrafos, pero aún así no sabías cuál era el adecuado. Apuntaste con uno de ellos a la parte inferior derecha y plasmaste tu firma con certeza: firme como tu mano, firme como tu amor por mí —en aquel momento—, firme como tu decisión al partir.

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V. ESCRITOR, OH, ESCRITOR

Cómo fue que nuestro arte se fue disolviendo, cómo fue que pasamos de esto a lo otro, pensaba; lo que me alegraba por momentos se marchitaba enseguida y entonces aquello que no podía describir, y que me causaba incomodidad, volvió a mi mente. Ya lo había dejado atrás entre los pocos conocimientos que adquiría esa noche, pero regresó y se aferró bruscamente a mi conciencia.

Empecé a conectar los escenarios en los que nos veíamos felices y los comparé con las discordancias que comenzaron a ocurrir. Si bien me encontraba destrozado y perdido por entonces, cuando terminamos, pero no habría permitido que nos despidiéramos con caras largas, porque aquella última noche las gotas de lluvia nos bañaban —como en nuestro viernes— y esto habría motivado nuestros jugueteos. Había algo más en el aire que nos impedía perdonarnos, que nos evitaba mirarnos correctamente a los ojos, pues o tú o yo los apartábamos cuando hacíamos contacto.

Después, la culpa que compartimos por habernos dejado me doblegaba y distorsionaba mi idea sobre el amor; mis conclusiones me orillaron a creer que alguien disfrutaba de mi sufrimiento y que, cuando me sentía ligeramente mejor, presionaba esa herida y hacía que mi cuerpo cayera nuevamente sobre sus propios pies. Mis primeras impresiones ante la afirmación de que un ser desconocido nos afectaba de esta manera fueron de desconcierto; pero, al replanteármelo, dejé de lado la idea de que nuestra unión se había debilitado por las fuerzas externas que te mencioné en las primeras partes del relato.

El culpable fue un ser omnipotente y todopoderoso, con la libertad de escribir lo que se le plazca. Me parece que tuvo celos de lo que él mismo creó: no le agradaba la manera en la que nos enamorábamos. Su imagen —o la idea que tenía de ella— la clavé en mi entrecejo; mis buenos deseos se esfumaron y permití que el rencor y la venganza me perturbaran.

Con respeto, te confesaré cómo maldecía al escritor de nuestra historia, quien, hasta el día de hoy, me ha obligado a pensarte incluso después de que me dejaste en claro que no querías saber de mí; incluso después de que dijiste que estabas conociendo a otras personas y que eras feliz. Lo que no había dicho, por falta de un sujeto al que culpar, por fin lo revelé entre sollozos, deslindándome de las palabras que había guardado desde nuestra separación y que se clavaban en mí como una espina, envenenándome con el veneno más opaco, ácido y cruel.

Con esto te enterarás de lo mucho que me ha lastimado —y que, de seguro, a ti también—, aunque estoy convencido de que tú lo resolviste escribiéndole en tus noches de dolor. Por lo tanto, discúlpame si en las siguientes oraciones te incomoda la demostración de mi aflicción; espero encontrar las palabras adecuadas y más cercanas a lo que esa noche exclamé. Te invito a que no distorsiones la versión del hombre al que amaste, por favor.

—Escritor, tú que nos has juntado y luego has jugado con nuestro destino, mira lo que nos has hecho; ¿acaso disfrutas vernos llorar bajo techos distintos? ¿Por qué eres tan egoísta y nos impides tener otro viernes de romance? Tu inocencia no es válida, por lo que no te creeré si dices que no fue tu intención. Sé que tú eres el culpable de distanciar a las mejores parejas del mundo; escribes sus vidas con tanta cautela y ternura que es imposible creer que un día terminarán. Así que no te hagas el desentendido y responde: ¿por qué no permites que siga robándole los besos más tiernos que habrá de sentir jamás? ¿Por qué eres tan cruel y le impides mantener conversaciones conmigo? Deja de ser cobarde y quítate esa máscara de cordero, porque tú eres un lobo; no, ¡eres un demonio y te odio! ¡Te aborrezco!

»Te odio por haber puesto ante ella las herramientas y darle las instrucciones para desafanarse de mí; te odio por haberla usado y manipulado a tu antojo. No solo eran sus paredes las que se burlaban y hablaban pestes de ella: eras tú también, y te odio por eso. ¿Quieres que crea que todo eso lo hizo desde su humilde voluntad? No te confundas: aunque su valentía la hubiese encaminado a realizar ese deprimente final, su fuerza infinita y su amor —muy lejos de ser efímero— me habrían buscado para anticipar cualquier decisión trágica. No entiendo por qué me quisiste engañar generando sentimientos confusos en su partida, pero, mira: caí en la razón y supe discernir la realidad de la mentira. Por esta razón, tú no me arrebatarás el aprecio que le guardo, y te adelanto que va por encima de cualquier deidad.

»Tantas noches le rogué a Dios para que ablandara su tierno y joven corazón, sin darme cuenta de que eras tú quien mezclaba sus emociones y las colocaba en mi contra. Eras tú quien jugaba con ella y aplicaba tus técnicas de manipulación. Eras tú ejecutando tu mezquino plan. Siempre fuiste tú.

»Te ordeno que dejes de lado tu historia estúpida, que te detengas y evites que las semanas se hagan más largas; quítame esta distancia que hay entre ella y yo. Te ordeno y te señalo para que no te atrevas a lastimarla más. ¡Eres un infame! ¡¿Por qué no nos dejas seguir amándonos?!

Curiosamente, esto me trajo el recuerdo de cuando pronunciaste “te amo” por primera vez: me miraste con expresiones serias después de que se te escapó junto al aliento, y yo te aparté porque creí haber escuchado lo que había escuchado. Los sonidos y las luces de aquella velada se acallaron; tus exclamaciones rebotaron en mi cabeza y me ruboricé de inmediato, cubriendo mi rostro por la pena.

—Guarda el arma, ya sea la pluma o tu máquina de escribir, y evita estos capítulos tristes en los que me provees del deseo por buscarla; ¿qué no ves que mi torpeza la lastima? ¿Qué enseñanza me quieres dar, si un día me entregas la felicidad y al siguiente me obligas a buscarla? ¿Qué no ves el trabajo que le ha costado aprender a llorar en silencio, evitando las preguntas de sus semejantes en su propio hogar? Deja que sus aflicciones poco a poco se vayan apagando hasta formar días soleados en su totalidad; no permitas que derrame más lágrimas, por favor —supliqué, mientras mi garganta se inundaba nuevamente—. Rompe tus borradores y no vuelvas a escribir más de esta historia.

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