Corrí hasta la calle principal mientras la lluvia se precipitaba. Al inicio de la calle se encontraba el portón, y traté de abrirlo con insistencia; en mi cabeza, golpeaba y estrujaba la puerta para obtener respuestas. Me apresuré a caminar por la calle Magnolia, mientras mi pelo se pegaba a la piel como hojas de papel remojadas, y lo apartaba con mis manos nerviosas.
Vino a mí la angustia de qué pasaría después de esa noche: «Probablemente tendré que evitar las siluetas que se asemejen a la suya —pensé—; aquellas que de espaldas me roben un suspiro al recordar que estamos sin coexistir en el mismo lugar. Cuando gire la perilla de la puerta principal de mi casa, ya no saldré y veré el verde mundo que me hacía imaginar; esa misma puerta se extenderá hacia el infinito mostrándome el vacío donde mi futuro es incierto. Esa misma puerta, donde veía a la gente pasar a través de los cristales, ahora detendrá el tiempo en donde me limpiaré las lágrimas antes de atraversarla. La perilla estará fría y recordaré la docena de veces que me aventuré con ella a ese mundo verde, donde ahora solo hay oscuridad.»
Pasé a un lado de tu cuadra y mi estómago se retorció; fue como una punzada rápida, como un cólico que apareció de golpe. Después, mi estómago se enredó en un nudo que subió hasta mi garganta, pero eso no me detuvo, y subí a la siguiente acera.
—¿Y si reiniciamos el conteo y volvemos a empezar? —me pregunté a mí mismo—. Me presentaría nuevamente, con la intención de evitar lo que está por decir. Me aprendería de nuevo sus intereses, podría apreciarla leyendo uno de sus libros, de esos con colores elegantes; plateado y dorado. Amanecerá y agradeceré que sea la persona más noble que he conocido, y, con esto en mente, podré volver a escribir. Estaré tan lleno de vida y gratitud, que mis emociones se reflejarán antes de cada signo de puntuación. Y, de su parte, nacerán más árboles en sus trazos, justo como el bosque que me enseñó y me dejó boquiabierto; ese mismo de la niebla. Modesta, dirá que no son tan buenos, y yo apretaré su mano con la mía y sonreiré con la misma sonrisa que la hacía sonrojar.
Tal vez sí hay una forma de empezar de nuevo. No hay nada tan grave que no podamos reparar; si crees que nos hemos perdido, lo podemos arreglar.
«Perdido», esa palabra resonó en mi cabeza, y me detuve un momento a pensar frente a la esquina de los besos. Fue ahí que traté de entender de nuevo la plática que tuvimos el último domingo que pasamos en tu casa; pasó por mi cabeza como una película:
—Últimamente he estado distante porque perdí la dirección de mi vida —le dije, mientras nos encontrábamos sentados en el sillón—. Me siento derrotado y sin rumbo. Justo ahora me siento incómodo en mi propio cuerpo, como si fuera un traje que me queda muy grande. Ya no me siento andar sobre mis pies, ellos me arrastran como la corriente de un canal; como el mar que llega y toma todo lo que hay, y, de forma celosa, regresa y se lleva lo que resta. No alcanzo a comprender tu forma de ver la vida, pero necesito que me comprendas, porque me siento como un niño perdido. Mis lágrimas no muestran realmente cómo me siento por dentro. Me perdí, y ahora hago cosas para reencontrarme; te ruego que me entiendas. Estoy más cansado, y lamento que tengas que verme así. Me da vergüenza que me veas así. —Creo firmemente que las mujeres no pueden entender lo que hace un hombre por su mujer. Es como el amor de una madre por su hijo: un sentimiento de protección frente a un futuro indiferente al dolor—. Sé que quieres algo más lleno de vida, como esos ramos de flores que sueñas recibir. Sé también que anhelas algo más romántico, algo más feliz, pero yo solo tengo este rostro cansado… y me avergüenza que me veas así. No puedo ocultarlo tras una máscara, porque cuando cae la noche vuelvo a casa y me despojo de todo. Tú eres esa última parada. Eres mi hogar.
Sé que no entendiste por completo lo que traté de explicarte esa tarde, mientras mi alma temblaba.
Botaron de mis ojos algunas lágrimas, combinadas con la lluvia, al recordar esto, y me abre otra herida el pensar que estabas sola sobrepensando. Tus paredes se burlaban de ti porque tu novio no te iba a visitar. Ellas no sabían el porqué, solo se reían en voz alta. Estabas sola en tu cama, de forma fetal, sobrepensando, y eso me hace botar más lágrimas.
Mis labios empezaron a temblar al pensar en dónde estaría nuestro balón. Imaginé que nos esperaba en algún rincón, olvidado, esperando que le extendiéramos los brazos para jugar otra vez. No tienes idea del tamaño en que se abre mi herida al pensar esto. Las lágrimas se acumularon en las cunas de mis ojos hasta nublarme la vista; no quería cerrarlos, porque entonces el aire entraría hondo en mi pecho al dar un respiro y las lágrimas se derramarían, cayendo hacia abajo como un telón.
Fue tanto el dolor que sentí que, en mi mente, ya no lloraba, sino, sangraba tratando de tapar los hoyos que se habían hecho en el torso de mi cuerpo.
Las risas en tu cabeza trajeron consigo un problema inexistente; quizá nacieron de tus propias paredes, tal vez de tu hermana, quizá de tus papás. Sea como sea, aún no lo entiendo. ¿Por qué no te replanteaste ser más fuerte en lo que yo trataba de consolarme? ¿Por qué no luchar?
Casi puedo adivinar el futuro: estoy seguro de que nos encontraremos de nuevo en un día cualquiera; en el lugar menos indicado; en la hora menos indicada. Tal vez ese día aún estaré pensándote. Levantaré la mirada y te observaré, ese día ya no serán copias exactas de ti, esta vez sí serás tú, y, tratando de detenerte, pronunciaré tu nombre para que también me mires. Tu boca temblará, igual que esa noche donde el verano no calentó. Cuando vea tu cara estaré seguro de que ahora se ve igual que la mía. Estarás cansada de tanto extrañarme. De esa boca, donde provenía “te amo”, ahora solo atinará a decir “adiós”, si es que puede decir algo. Quisiera que te frenaras y me explicaras tu versión, esa que te duele tanto.
En la siguiente intersección, la lluvia apretó más fuerte y el aguacero se pronunció por toda la privada. Desde ahí pude divisar la plaza en la que me esperabas. Salí corriendo hacia la acera de enfrente para no empaparme, cubriendo mi cabeza con la mochila. En ella traía mi uniforme de pelea, un protector bucal, y vendas; atiné a pensar que esto sería un alivio para mí en un futuro cuando no tuviera ningún lugar para esconderme. Estas mismas cosas las llevaría a mi universidad cuando fuera a entrenar, y ahí estaría a salvo. Nunca me encontrarías ahí, porque no tienes nada que hacer ahí.
Y, nuevamente, me vuelvo a preguntar qué fue lo que te dejó sin fuerzas y se apoderó de ti. Siento que hay un gran tramo que nos divide, sin embargo, estábamos a menos de una cuadra de distancia.
Al descender de la acera rumbo al parque, sentí que las farolas me señalaban con dedos largos, siguiéndome con sus uñas afiladas mientras mis pasos resonaban en la calle.
Me preguntaba si tus besos se marchitarían en mi boca al momento de que mi sombrara te cubriera por la posición en la que estabas. Estaba próximo de arribar a la banca en donde abrí tu regalo el día que cumplimos el primer mes de novios, las fotos que habías impreso para mí eran hermosas. Qué bonito fue sentirme querido.
A pesar de estar bajo el frondoso árbol que se quebrajaba, la lluvia te mojaba; pasaba el agua entre los hoyos de sus ramas. A su vez, pensé que, si terminaba esto, querrías buscarme de nuevo, deseando encontrar al mismo hombre que dejarías anonadado, con la frente arrugada por la impresión. A ese mismo que te miraría partir mientras las gotas heladas resbalaban por las ramas. Juraría que en ese instante deseé que fuera mi sepulcro, que lanzaras un puño de tierra sobre el féretro, y una rosa. Solo quería que enterraras a ese mismo ante el que titubearías en el gélido aire de un día gemelo al que nos conocimos. Nadie se habría enterado de mi dolor si me hubieses matado. Serías una perfecta asesina.
¡Dios!, podía haber soportado más que eso.
Te encontrabas con la cabeza agachada, pensativa, mientras caminaba hacia a ti por el camino inclinado. Fue entonces que recordé el primer escrito en el que hacías acto de presencia. Decía algo sobre tus ojos claros, sobre cómo brillaban con tanta intensidad y profundidad. Sobre cómo el crepúsculo se proclamaba cuando amanecías y dormitabas. «La luz de tus ojos siempre me alcanza —recordé—; me revela, me reclama y me alborota.»
—Tientas mi corazón con tu profundidad —dije, ahora en voz alta—, tu manto cubre cada pieza de obscuridad y no dejas cabida a la sombra. Haz de mí un ser de luz y prometo ser tuyo toda la vida. Ay —sollocé—, tendrás que esforzarte para ser difícil de querer. Eres incomprensible para aquellos que mis ojos no han de tener. Ahora puedes estar segura de que te trataré con delicadez.
Al acercarme más y dar el último paso, junté mis pies y quedé al filo de los tuyos sin aliento; me vi a mí mismo pidiéndote perdón, arrodillado, llorando, mientras mi corazón palpitaba con fuerza y me exprimía hasta la última gota de sentimiento. Pero realmente solo estaba parado sin decir una palabra; me era imposible creer lo que estaba pasando. Me pregunté cómo sería cuando mire hacia el espejo de mi cuarto y te vea ahí. Serás un fantasma que me sigue abrazando y queriendo besar después de cenar con mi mamá. Serás el fantasma que se ríe y me ayuda a armar de nuevo mi computadora. Ese que habla en voz alta, le gusta bailar y dice cosas graciosas. A ese mismo fantasma lo veré acostado en mi cama con los ojos cerrados, y solo me limitaré a admirarlo, parado frente a él, al filo de esta misma. Contendré mis ganas de acariciar su cabeza cuando me de la espalda. Cuando sienta que estoy bien sin ti, veré de nuevo hacia al espejo para encontrar a ese fantasma.
También pensé en qué pasaría con mi segunda familia: tu mamá, tu papá, tu abuela, y todos aquellos con los que conviví. Por un momento, sentí coraje por lo que estabas a punto de quitarme. Pero me rendí enseguida al darme cuenta de que estaba de acuerdo con tu decisión. De cierta forma yo también lo quería; no deseaba causarte más dolor.
«¿Qué pasará después de que termines conmigo? —me pregunté—. Probablemente girarás con media vuelta, y yo apartaré la mirada dos segundos después, incapaz de soportar la escena. Tambalearé algunos metros, esforzándome por no caer, y me apoyaré en una banca a unos cuantos pasos de la que estábamos. Allí me quedaré en silencio, escuchando mi llanto mientras la luna llena me ilumina.»
Cuando te miré hacia abajo, se vino a miente la última obra que te escribí.
«Por qué me siento así —pensé—. Ella fue una buena mujer; debería estar agradecido por el tiempo que estuvo en mi vida, además, me dio la esperanza de creer que hay algo más esperándome.»
»No tengo nada que cambiarle a esa obra, porque es el reflejo de lo que sigo sintiendo por ella. Quiero que se quede intacta, como el cuarto de un niño cuando crece y se va a la universidad; como la casa de alguien cuando muere; como nuestra alma, permanece intacta cuando ya no queda nada más de nosotros.»
En el crepúsculo, tu cabello parecía formar grandes olas,
olas de mar nocturnas que solo se aprecian por su repentino brillaje.
Haciendo contraste con el profundo azul marino que da a la nada.
Con un oleaje volteaste a verme,
y por fin logré ver tus ojos cafés.
En esa ocasión, no se encontraban detrás de un vidriaje.
Tu boca se estiró de oreja a oreja, y todo fue tan sencillo que mantuvimos conversación durante todo el viaje.
Solo me gusta lo que está hecho a mi medida,
y debo confesarte que, en nuestro primer encuentro, me sobresalté sobre mi propio asiento con cada pasatiempo que pronunciabas.
No te miento:
tu gusto por los libros de política removió telarañas que se habían incrustado en alrededor de mi corazón,
las mismas que habían acompañado fielmente al polvo acumulado durante años.
La Reina Isabel habría querido vivir en nuestro tiempo; si fuese una gran amante del arte, también habría admirado el oleaje de tus cabellos.
Solo quiero demostrarte lo que he aprendido sobre el amor después de haber navegado en la soledad.
—Oleajes.
04 de agosto de 2025.
En eso, viste mis pies y levantaste tu cabeza; buscaste mis ojos con tristeza y apoyaste tus manos sobre el metal de la banca, haciendo una mueca. En ese instante sentí que el mundo se detuvo, y desde tu partida, mi vida continuó en silencio.